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Muerte de la persona sin nombre

"Nos encontramos con la muerte en el rostro de los demás" - Peter Handke

No sentía un frío así desde que madre partió. Mis huesos se tornan en estalagmitas de hielo y mi respiración en estertor. Es este maldito río y sus aguas gélidas. Su cauce seco sería mi gloria. Pero de nada sirve anhelar, solo el nadar me salvará. Frente a mi, la esperanza tiene fauces. A mi espalda, la miseria tiene lanzas. Lanzas que te empujan hacia fauces, esa mi desdicha y la de todos los que me acompañan. Frente a mi, los Estados Unidos. A mi espalda mojada, México.


¿Quiénes son todas estas personas sin nombre que agitan brazos y piernas frenéticamente a mi alrededor? No conozco a ninguno de ellos a pesar de haber cruzado desiertos juntos, de haber ahuyentado coyotes fundiendo nuestras voces en una, de haber compartido miradas de pavor antes de adentrarnos en el río. No son nadie y son yo a la vez. Las corrientes mecen mi cuerpo en todas direcciones, la otra orilla está tan lejos como madre. Inalcanzable como un beso en un burdel.


Un mano, una garra a tenor de la rigidez de sus dedos, me aprisiona el hombro de golpe. No puedo avanzar. Me hundo. En mi súbito descenso, puedo torcer la cabeza para ver quién me sujeta. Es una de esas personas sin nombre. En sus ojos leo más miedo del que yo siento. Su mano libre es un colibrí desacompasado. Resulta evidente que esa persona sin nombre no sabe nadar. Sus dedos resbalan de mi hombro y me liberan. Ya no me hundo. La persona sin nombre sí. El agua la engulle como el tiempo a los recuerdos.


Lo agarro de la pechera de su camisa y tiro hacia mi. Pesa más que yo, mis esfuerzos son en vano. Es como si el mismísimo Diablo, desde el inframundo, estuviera también tirando de esa persona sin nombre para sumar un alma más a su eternidad rojiza. Tiro con más fuerza. No logro sacar su cabeza del agua. La persona sin nombre me mira. Implora con sus ojos de azabache. La vida se desvanece paulatinamente en su rostro. Entiendo que ha fenecido cuando el azabache pierde su brillo y se convierte en negro mate. Suelto la camisa y observo hundirse su cuerpo inerte. Cuando los tentáculos de las profundidades se lo llevan, donde antes veía la persona sin nombre ahora veo mi reflejo. Igual de borroso, igual de cubista. Entonces lo comprendo. Con él, he muerto yo también. Paradójicamente, esa revelación me insufla energía para retomar el nado. Vuelvo a luchar contra el río. A pesar de estar muerto, llego vivo a la orilla estadounidense.


El frío se acrecenta fuera del agua. Abrazándome a mi mismo, añorando a madre, salgo corriendo. Tras el río hay una loma. Desde su cima podré otear mi destino. Algunas personas sin nombre corren a mi lado. Muchas menos de las que entramos en el río. Mis zancadas cortas y torpes debido al entumecimiento de mis piernas consiguen llevarme a lo más alto de la loma. Desde allí, veo al monstruo. Es muy largo, debe ser un ciempiés. Pero también vuela muy alto, debe ser un murciélago. O quizás el monstruo no sea más de lo que realmente es. Un muro.


En mi mente, la mirada de la persona sin nombre que se ahogó en el río. Empapado, por dentro y por fuera, retomo mi avance incierto. El frío se desvanece. Mis pies flagran en el desierto. Me doy cuenta que he olvidado mi propio nombre. He dejado de ser yo para ser todos. Soy el que reposa en vida en el fondo del río. Soy el que camina en muerte hacia el muro.







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